domingo, 9 de junio de 2013

El zapato de la fe minúscula

Las preocupaciones de la vida cotidiana (Doña Laura con un ojo rojo como el tomate, el retraso en algunas cuestiones laborales) adquieren un cariz distinto con las lecturas que solemos escoger. Las palabras son la enfermedad más infecciosa a la que podemos exponernos. Ahora, si esas palabras son continente de ideas febriles y maravillosas, nuestra vida puede verse modificada de formas igualmente fantásticas.
Estoy en exhaustiva investigación para los cuentos opalinos, estos días ando volada con historias y datos sobre cuevas, dragones y sí: hadas.
Hadas.
Como muchas veces no sé lo que tengo en el librero, y ya estoy harta de los puetas intertextuales y los narradores de links, me alejé del demonio babelesco del Google y me remití sólo a lo que guardo en los estantes, que no suntuoso, pero a veces, de a poco, sorprendente. Cuando el Conde de Siruela nos hizo una visita (aventura que merece contarse por acá, a ver si lo consigo), compré uno de los magníficos libros de Atalanta, Realidad Daimónica, de Patrick Harpur, un ensayo sobre la imaginación y lo sobrenatural desde una perspectiva bastante confiable. Lo leo al azar. Cambio de página cada vez que se pone a hablar de ovnis (lo siento, no estoy lista para los ovnis, ando más bien como con unos veintitantos siglos de retraso. Además, son mucho menos guapos y elegantes que los dragones). En uno de esos cambios, me topé con esta imagen:

Es un zapato de hada.
Un zapato. De hada.
Negro, de piel de ratón, con el talón “desgastado por el uso”, “mide tan sólo unos sesenta y ocho milímetros de largo por unos diecisiete de ancho”. Fue encontrado por un granjero en Beara, al suroeste de Irlanda, en 1835. Acostumbrado a la idea de que esta clase de cosas eran posibles, se dijo “seguro es de la Gente Pequeña”, y se lo entregó al médico local, que a su vez se lo dio a la familia más sabedora y “acá” de la región, los Somerville, familia de la que fue parte la escritora, dibujante y sufragista Edith Somerville (sí, sí, denle click, es una muchacha de lo más interesante). Ella lo llevó a Harvard, y ahí los estudiosos registraron que el zapatito tenía un estilo dieciochesco, estaba cosido a mano por instrumentos inimaginables, y tenía ojetes para pasar cordones que ya no conservaba (agujetas, pues). Años después se dijo que el zapato guardaba parecido con otros objetos encontrados en la región, como un abrigo hallado por el señor Abraham Folliot en 1868: “medía un centímetro de largo y cuarenta y tres milímetros de hombro a hombro. Completamente forrado y con botones cubiertos por tela, su cuello alto ribeteado de terciopelo estaba grasiento y brillante, presumiblemente por el uso prolongado, mientras que otras partes estaban deshilachadas, y los bolsillos agujereados y chamuscados como por una pipa minúscula”.
La autenticidad de las piezas sería irrebatible de no ser porque, ya saben: “las hadas no existen” (entrecomillo para no hacerlos pasar por el obligado trance de aplaudir para revivir al hada que se muere cada vez que alguien profiere irresponsablemente tal afirmación). Lo que no pueden ignorarse son las preguntas generadas a partir del hallazgo: Si son obra de un artesano expertísimo, ¿cómo pudieron encontrarse ahí, en caminos de terracería, con años de diferencia? ¿Quién habría desarrollado herramientas para confeccionarlas, por qué no era célebre el método o el artista? ¿Por qué estaban hechas en un estilo de otro tiempo, y con esa configuración tan extraña? Y lo más raro, ¿cómo diablos se gastaron?
Búrlense todo lo que quieran, pero el simple hecho de que alguien, Gente Pequeña o no, haya dedicado su tiempo a elaborar semejante maravilla, me toca el corazón y me clava un puñal minúsculo en la oreja a modo de pregunta: ¿Y qué tal si sí?
Vóyme a buscar un emplaste de lodo de hada para curar el ojo rojo de mi madre. Quién quita y fue obra de alguna envidiosa criatura, escondida entre las hojas del ciprés de enfrente de casa.

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